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Mi vida en las selvas tropicales

4. Los laboratorios Farquinal y mi relación con el doctor Francisco Giral González

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Al terminar la carrera, me pregunté en qué podría trabajar, pues las posibilidades eran escasas. Durante un tiempo impartí clases de biología en el Instituto Patria, en Polanco, pero me di cuenta de que no quería ser el profesor de una escuela en la que se trataba más de disciplinar a los muchachos que de ponerlos a trabajar. Posteriormente, busqué obtener una beca para estudiar bioquímica en una universidad de Estados Unidos o de Inglaterra, pero no lo logré.

Había hecho una tesis sobre un tema de estudio muy actual; en ese tiempo, apenas hacía unos cuántos años que se había descubierto que los ácidos nucleicos eran la base de toda la herencia.

La tesis tenía las componentes de la fisiología, la bioquímica y la genética, y había sido dirigida por un químico extraordinario del Instituto de Biología, el doctor Juan Roca Olivé. Pero no conseguí chamba ni tampoco la beca para estudiar la maestría en Europa. De hecho, en 1956, poco antes de recibirme de biólogo, solicité una beca para estudiar una maestría en Estados Unidos, a través del Instituto de Educación Internacional.

Como requisito, me pidieron tomar y pasar un curso de inglés en el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales. Así lo hice e ingresé mi solicitud para cursar una maestría en Fitoquímica en la Universidad de Fordham, en Nueva York. Desafortunadamente no fui aceptado. Luego, el doctor Juan Roca Olivé me comentó que Raúl Ondarza Vidaurreta, que había hecho su tesis con él, consiguió una beca para estudiar en Gran Bretaña. Me sugirió ir al Consejo Británico a fin de solicitarla para estudiar las enzimas de los ácidos nucleicos (tema de mi tesis) y así lo hice.

Me recibieron muy amablemente y me dijeron que sus becas eran para doctorado y para solicitarlas requería haber cursado una maestría o tener experiencia de investigación durante varios años. Por lo tanto, quedé descartado de esta posibilidad.

Entonces, por casualidad, en una fiesta de recepción que organizó uno de mis queridos compañeros de generación -Samuel Mariel, quien se acababa de recibir, y con quien había compartido la expedición a Chiapas-, estaba el doctor Faustino Miranda, el maestro que, después, jugaría un papel fundamental en mi vida. Estaba allí, en esa fiesta, en el jardín.

En algún momento él nos dijo, “a ver, jóvenes, hay una oportunidad para un puesto de botánico en unos laboratorios farmacéuticos. Si a alguno de ustedes le interesa, dígamelo, porque yo le puedo recomendar.”

Y yo, sin pensarlo mucho, me dije: “laboratorios farmacéuticos, química, entonces a lo mejor está ligado con lo que más me gusta”. Y dicho y hecho, dije en voz alta: “Doctor Miranda, a mí sí me interesa”. “Pues pase usted a mi oficina mañana en la mañana”. Así lo hice. Fui a hablar con él y me explicó que el trabajo consistía en estudiar la ecología de algunas especies del género Dioscorea, una planta del trópico que era la base de una industria importantísima y nueva en México, la de los esteroides. Y el laboratorio que andaba buscando a un botánico era Farquinal, una empresa estatal perteneciente a la Industria Nacional Químico-Farmacéutica.

El doctor Miranda me comentó que el gerente general de Farquinal era el doctor Francisco Giral González, un distinguido fitoquímico-farmacéutico amigo suyo que, al igual que él, era refugiado español. Mi respuesta fue que sí me interesaba, pero que yo no tenía la menor idea de las dioscóreas ni de la ecología. Su respuesta fue muy alentadora. Me dijo que no esperaba que yo lo supiera, ya que precisamente por eso querían a un botánico, para que hiciera los estudios.

Era la primera vez que yo sabía de una actividad concreta para un biólogo, fuera de dar clases. Para fortuna mía, ninguno de mis otros compañeros se interesó en tomar este trabajo.

En relación con la ecología (que en ese tiempo no era una materia en la carrera de biólogo), me sugirió leer el libro Sociología vegetal, de Braun-Blanquet, y entrar al doctorado en biología de la UNAM, en donde se ofrecían cursos de ecología. Me ofreció también ayudarme en mi preparación para iniciar mi trabajo y me consiguió una cita con el doctor Giral.

Después supe que él tuvo un gran impacto en el desarrollo de la investigación fitoquímica de nuestro país. Fue profesor en la Facultad de Química de la UNAM y tenía el cargo de gerente de los laboratorios Farquinal. Estos laboratorios constituían una organización paraestatal que se conformó a partir de antiguos laboratorios alemanes que fueron confiscados por el gobierno de México durante la Segunda Guerra Mundial.

El doctor Giral tenía la merecida reputación de ser el más importante conocedor de la química de las plantas mexicanas. Gozaba de conexiones y amistades con varios exiliados españoles que eran directivos de otras compañías farmacéuticas en México. Fui a verlo en los laboratorios Farquinal, ubicados en Lomas de Sotelo en la Ciudad de México. Me llevé una grata sorpresa, pues me encontré con una persona muy amable. Al conversar con él, me di cuenta de que el señor sabía todo sobre las plantas y yo no sabía absolutamente nada. Digo, mis cursos de botánica habían sido básicos.

Él tenía un listado de plantas que le interesaba investigar. La lista era una recopilación de información de publicaciones botánicas y fitoquímicas. Incluía especies medicinales, venenosas, tóxicas, plantas con saponinas (que hacen espuma), especies de familias conocidas por contener alcaloides, glucósidos y otros principios activos.

Durante la entrevista comenzó a leerme especie por especie, preguntándome lo que conocía de cada una. Yo tomaba notas en una libreta. Mi silencio contrastaba con la cátedra dictada por él, que incluía las razones por las cuales era importante encontrarlas, o al menos hallar parientes cercanos que se sabía estaban en nuestro país.

No podía siquiera fingir que las conocía, porque él seguramente se había dado cuenta de que yo no sabía nada. Mis conocimientos fitoquímicos eran muy reducidos, por no decir nulos. ¡Esa fue la mera verdad! Pero él comprendió muy bien mi ignorancia y mi deseo de aprender.

 

Doctor Francisco Giral González.
Doctor Francisco Giral González. Cortesía del Archivo de la Facultad de Química, UNAM.

Una vez terminada la entrevista, el doctor Giral me ofreció mi primer puesto como botánico de los laboratorios Farquinal. El factor definitivo para mi contratación fue la recomendación del doctor Faustino Miranda. De hecho, así me lo dio a entender, al decirme que consultara con él mi plan de trabajo.

El doctor Giral fue la persona que mayor influencia tuvo en esta etapa de mi vida, pues me dio la oportunidad de entender la importante relación de la botánica con la industria farmacéutica. Trabajar con él en plantas mexicanas de posible importancia farmacéutica fue algo decisivo en mi carrera. No podía creer yo que hubiera sido contratado. Fui de inmediato con el doctor Miranda para darle la noticia y para mostrarle la famosa lista. Me pidió que regresara al día siguiente, para que trabajáramos con ella.

A partir de ese momento empecé a tomar el curso particular de mayor intensidad en botánica que jamás soñé. Para cada planta de la lista me daba información taxonómica y ecológica. Me pidió que escogiera algunas especies (que él me sugirió) y que fuera al herbario a buscar ejemplares de cada una de ellas. También fui a la biblioteca a buscar libros y revistas que él me indicaba para obtener información sobre las especies.

Estas actividades me permitieron ir conociendo cada especie de la lista y en muchos casos saber en dónde podría encontrarlas en el campo, para colectar las muestras que requería Farquinal. En varios casos no encontré ni ejemplares de herbario ni bibliografía útil. Hay que recordar que en ese tiempo no había Google ni bases de datos bibliográficos y la biblioteca botánica de la UNAM era muy pobre y no contaba con un catálogo. La fuente de información principal era la increíble memoria del doctor Faustino Miranda, ayudada con sus dos tarjeteros, uno bibliográfico y otro taxonómico, que día con día él iba enriqueciendo.

En la búsqueda de nuevas plantas me sugirió buscar ciertos usos o propiedades, como plantas usadas como jabón (porque esto era un indicio de que podían tener saponinas); venenosas; que produjeran perturbaciones mentales; que fueran utilizadas para algunas enfermedades comunes, como la diarrea, los dolores de estómago y otros padecimientos. Con la información del herbario, de la biblioteca y de los usos de las plantas me lancé a buscar las que estaban incorporadas en la lista, así como otras que fueran interesantes. Para ello organicé expediciones de cuatro o cinco días (por lo menos una al mes).

A partir de esa fecha, mi relación con mi maestro, el doctor Miranda, fue continua, llena de amistad y respeto. Se convirtió en mi asesor, protector, mentor y consejero. Yo sabía que si tenía cualquier problema podría consultarlo con él, y si era importante él me daría su tiempo y consejo. Claro que si mis dudas eran de carácter superficial, me mandaba a resolverlas por mi cuenta.

La principal encomienda del doctor Giral fue estudiar el barbasco, que es una especie de la familia Dioscoreaceae. Existen muchas especies diferentes, y se ubican fundamentalmente en el trópico mexicano. Poco se sabía de estas maravillosas plantas, cuyos rizomas han sido la materia prima para extraer las sapogeninas que se usan para la producción de las hormonas y otros productos esteroides (hormonas sexuales, píldora anticonceptiva y cortisona, entre otros).

Se conocía de su existencia en algunas localidades donde se habían colectado en el pasado, había alguna información sobre la química de la planta, pero no se sabía de su distribución ni de su abundancia, ni por qué crecía donde crecía. Y tampoco si había otras especies que pudieran usarse. Me pareció muy interesante el asunto.

Después de varios años regresé a las selvas tropicales, que por primera vez vi con el doctor Miranda, y ahora lo hacía con su asesoría, estudiando la ecología de las dioscóreas. Por varios años tuve la fortuna de tenerlo como mi asesor en mi trabajo en Farquinal, y gracias a esto, me convertí en muy poco tiempo en el experto en la botánica y la ecología de las dioscóreas de interés farmacéutico.

El doctor Giral me mandó al campo con sus proveedores de rizomas de barbasco, a Los Tuxtlas, Veracruz, y a Tuxtepec, Oaxaca. En toda esa zona había muchísimo barbasco. Visité los campos de explotación, los sitios de donde lo sacaban y preparaban para mandarlo al laboratorio. ¡Eran toneladas! Y yo creo que allí se fortaleció mi admiración por la diversidad de plantas en México. Porque cuando me hablaron del barbasco se refirieron a una especie, la Dioscorea composita. Pero cuando incursioné en la literatura, encontré que México tenía más de 70 especies de Dioscorea.

Se distribuyen en el sudeste y en todas las partes húmedas de México. Entre todas esas estaban varias con diosgenina y escogimos cuatro para estudiar su ecología (Dioscorea composita, D. floribunda, D. spiculiflora y D. mexicana). La que se usó inicialmente fue la Dioscorea mexicana, a la que también llaman ‘cabeza de negro’, porque tiene un rizoma, una parte de su tallo engrosada, grandota, como una cabeza que está sobre la superficie de la tierra y de ahí salen los tallos trepadores.

La ‘cabeza de negro’ empezó a no usarse porque al estar en la superficie tenía que ser arrancada totalmente y no había posibilidad de que se regenerara; con ello se acababa rápidamente la materia prima. Este hecho alertó a los laboratorios, ya que el suministro de una región se lograba solo una vez y la especie no era abundante. Aunado a esto, la extracción de la diosgenina era más complicada en esta especie que en la Dioscorea composita.

 

Dioscorea composita
Dioscorea composita. Autor: doctor Abisaí Josué García Mendoza. Instituto de Biología de la UNAM. Noviembre de 1983.

 

La Dioscorea composita crece en las selvas altas perennifolias de México, y también en los acahuales o vegetación secundaria. Su rizoma se halla debajo de la tierra y se ramifica. Los tallos de la planta salen a la superficie y trepan por los árboles; crecen buscando la luz hasta llegar al límite de los más grandes árboles de las selvas.

El primer reto que tenía yo era cumplir con la petición del doctor Giral de estudiar a la Dioscorea composita, y de colectar otras dioscóreas. Pero me encontré con el problema de cómo distinguir a una especie de otra. Pedí ayuda al doctor Miranda, quien me llevó al Herbario Nacional en la UNAM, sacó los ejemplares de herbario secos de distintas especies y me dijo, “aquí están estas especies, haga sus notas.”

En ese tiempo no había ninguna otra posibilidad más que hacer fotografía o descripciones… ¡a mano!  Empecé a revisar todos los ejemplares de las diferentes especies. Y aquí me metí en un problemón bárbaro, porque no sabía cómo distinguirlas. Le preguntaba al doctor Miranda, “¿cómo hace usted para distinguir una especie de otra? ¡Son igualitas! Todas tienen las hojitas acorazonadas y todas son bejucos.” “Es la flor, Arturo. Es la flor”. Uyyy, ¡y la florecita era pequeñísima! ¡Cómo diablos iba yo a encontrarla!

Había que salir al campo, buscar la planta y ver que tuviera flores, y éstas eran más chiquitas que una uña y se hacía difícil ver incluso cuántos estambres tenían. Hay unas más grandes, pero la mayoría era de milímetros. Empecé a incursionar en la literatura, a estudiar las especies, y encontré que había un tratado de Dioscorea del mundo, de un botánico alemán, R. Knuth. Con la mala pata de que sus descripciones estaban en latín. Pero bueno… empecé a aprender.

Y esa fue mi primera entrada formal a la biodiversidad, al observar que México tenía tantas especies endémicas de Dioscorea. Desde el punto de vista de la química fue un reto. Me fui enterando de la diversidad de las dioscóreas, y de la diversidad dentro de la misma Dioscorea composita. Estaban la Dioscorea composita, la Dioscorea mexicana o ‘cabeza de negro’, la Dioscorea floribunda (de color amarillo, que tenía sapogeninas y le llamaban barbasco amarillo). Y así otras… Empecé a aprender sus nombres comunes.

Dioscorea mexicana.
Dioscorea mexicana. Autor: doctor Abisaí Josué García Mendoza. Instituto de Biología de la UNAM.

 

Me di cuenta de que en algunos lugares le llamaban de una forma y en otros de otra. Como yo andaba en el campo con los colectores del barbasco, veía que el mismo barbasco en un lugar era de color blanco, y en otros de color mamey o café rojizo. Entonces había diferencias.

Al llevar las muestras al laboratorio, encontramos que unos ejemplares contenían más diosgenina que otros, o la tenían más pura. Resulta que todas las especies que contenían abundantes sapogeninas para producir hormonas estaban en México. Otras partes del mundo no tenían tantas. Éramos privilegiados. Y la Dioscorea composita fue el disparador de la enorme industria de esteroides que, hasta la fecha, sigue siendo una de las más importantes del mundo.

Todas las que colecté fueron analizadas en Farquinal, y se vio que los rizomas de color melón eran los que más diosgenina contenían. La industria de esteroides empezó a crecer. Había seis o siete laboratorios gigantescos. En SINTEX, quizá el más famoso, sus químicos participaron en la investigación del uso de la diosgenina para convertirla en distintos esteroides, entre ellos la píldora anticonceptiva. Ese barbasco me llevó al Istmo de Tehuantepec.

Yo tenía libertad para escoger las regiones por explorar. Tenían prioridad las zonas tropicales del sudeste (área de distribución del barbasco). Regresaba yo con la cajuela de mi coche cargada de costales, bolsas de plantas, prensa botánica y muestras de barbascos. En cada excursión aprendía más sobre cómo identificar algunas especies de la famosa lista del doctor Giral en el campo. Esa experiencia me permitió entrar de lleno a colectar las dioscóreas y a entenderlas. Al cabo de un año de estar trabajando, ya empezaba a conocerlas bien; me estaba convirtiendo rápidamente en un experto.

En el primer año de trabajo en Farquinal tuve la gran experiencia de buscar una nueva zona con barbasco de alta calidad en la cuenca del río Coachapa, en Veracruz. Esta expedición se organizó por un grupo de presuntos colonizadores de tierras nacionales que pensaban establecerse allí y fundar la Colonia Rodolfo Sánchez Taboada. Pretendían reclamar esas tierras y explotarlas, encabezados por una persona de apellido Todd.

Visitaron al doctor Giral para ofrecerle la posibilidad de encontrar barbasco en esta región y vendérselo a Farquinal. Le solicitaron que los acompañara un botánico (yo) para ver si había barbasco u otras plantas de interés comercial. Los acompañé en esta expedición, que se convirtió en el más extraño viaje que he hecho en mi vida.

Salimos de Minatitlán en un lanchón en el que íbamos cinco personas: el señor Todd, un holandés que hablaba muy bien el español; dos hombres que no eran de la región y el dueño del lanchón. Llevábamos algunos víveres. Después de muchas horas de viaje, llegamos a un campamento rústico en donde nos recibió un grupo de unas 10 personas, algunas de las cuales iban armadas con escopetas y pistolas. El sitio se ubicaba a la orilla del río Coachapa. Había una galera grande con techo de palma.

Mi plan era permanecer ahí uno o dos días para buscar el barbasco, sacar las muestras y regresarme. Al obscurecer no pude dormir, ya que bajaron del lanchón varias cajas de cerveza y no hubo tregua hasta que se las acabaron. Yo trataba de descansar en una hamaca vieja y con un cobertor que me proporcionaron, lo que se hacía casi imposible por las discusiones, cantos, carcajadas y gritos que dominaron la noche.

Al día siguiente todo estaba tranquilo. Los presuntos colonos dormían en hamacas o en el suelo.  Alguien me preguntó qué quería hacer. Le dije que visitar la selva para buscar barbasco y que necesitaría que alguien me ayudara. Esa persona se ofreció y se levantó rápidamente. Le pedí traer una pala y un costal, por si acaso encontrábamos barbasco. Recogí mi morral con bolsas de plástico y otros materiales para mis colectas y salimos a caminar. No habíamos andado más de 100 metros en una brecha cuando encontré varias plantas de barbasco en acahuales.

Seguimos nuestra caminata en la selva y al regreso sacamos los rizomas del barbasco, que por cierto tenían un color asalmonado intenso que nunca había visto. Con la colecta en la mano, el objetivo de mi viaje estaba cumplido y podía regresar.

Al volver al campamento tomamos nuestro almuerzo y les transmití mi intención de regresar a Minatitlán con las muestras. Estuvieron de acuerdo en que se hiciera un viaje hacia medio día y empezaron a preparar el lanchón y a cargarlo de gasolina. Hacia las doce abordamos y para nuestra sorpresa el motor no arrancó, por más veces que lo intentaron. Uno de ellos dijo que él sabía algo de motores y que lo trataría de arreglar. Bajaron el motor, lo abrieron y desarmaron para limpiarlo, a fin de ver si encontraban el problema. Todos veíamos la operación y opinábamos qué hacer, pero lo que quedaba claro era que nadie tenía la más remota idea de cómo repararlo.

Al preguntarles si había otra forma de salir me dijeron que no, porque no tenían remos para el lanchón. No quedaba sino esperar a que pasara alguna embarcación de Minatitlán con víveres para la gente de río arriba. Allí me quedé tres días esperando el transporte, hasta que por fin pasó y me sacó a Minatitlán. Afortunadamente para mí, la cerveza se acabó y pude dormir bien esos dos días adicionales.

La parte interesante de este incidente es que visité la impresionante y majestuosa selva de esa zona y colecté ejemplares de herbario de algunas especies que me llamaron la atención. A estos recorridos me acompañó un campesino como guía; era muy conocedor de las plantas de esa región. Alguien le comentó que yo era un botánico que sabía de plantas de interés económico y que les iba a ayudar.

Al ir caminando, señalaba una planta y me preguntaba “¿la conoce?”, a lo cual yo contestaba que no. Al repetirse este interrogatorio, me dijo que él pensaba que yo no quería compartir mis conocimientos. Le dije que yo no conocía las especies de esa zona. No se dio por vencido y me dijo: “¿qué le parece si yo le enseño una planta medicinal y usted me enseña otra?”

Le volví a repetir que las únicas plantas que yo conocía eran los barbascos, y le explique los diversos usos de las especies que yo conocía de distintas partes de México. Aparentemente su preocupación terminó y decidió seguir dándome información de algunas plantas de la selva.

Me acuerdo bien de las semillas rojas y negras de un enorme árbol de una leguminosa (Ormosia isthmensis). Pensé que esta especie podría tener principios activos de interés para Farquinal, así que lleve una muestra de sus semillas y hojas.

Por cierto, el barbasco asalmonado que encontré resultó ser de una variedad desconocida, que poseía diosgenina de una pureza muy alta, en una proporción de más de 8 por ciento.

Las muestras de plantas que yo colectaba las entregaba a Farquinal o a los laboratorios de investigación de la Industria Nacional Químico Farmacéutica, que también dirigía el doctor Giral. En Farquinal había un grupo de químicos dedicados al estudio de principios activos o precursores de los mismos, en plantas.

Laboré para los laboratorios Farquinal durante dos años y más adelante me comisionó el doctor Giral para trabajar como representante de este laboratorio en la organización y puesta en marcha de la Comisión para el Estudio Ecológico de las Dioscóreas.

Rió Coachapa
A bordo de la panga cruzando el río Coachapa, Veracruz. Autor: Hebert Martínez Mayo.

 


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